El periodista era un pez gordo, no sólo por el
volumen de su cuerpo sino por el peso que tenía en los medios.
Algunos lo llamaban cariñosamente “Gordo” y
otros en forma despectiva descalificando su aspecto y al personaje que
interpretaba.
No pasaba desapercibido, no era precisamente
por su robustez, y eso lo enorgullecía.
A nadie le era indiferente; unos lo seguían y
creían a pie juntillas sus morbosas historias.
Otros lo odiaban y veían en él la ambición de
poder. No les daba un atisbo de confianza sus primicias y se preguntaban cuánto
crecían sus arcas.
Unos atentos a las últimas noticias que
pudiera brindar; otros esperaban el desmentido
oficial que echaría por tierra la
magnitud de su crónica.
Los que lo apoyaban veían deteriorarse su
cuerpo a medida que caía el ánimo.
Los otros tapaban sus oídos apenas pronunciar
su nombre y lo denostaban.
El gordo, en tanto, disfrutaba en su espacioso
despacho de un buen sillón dónde generar la próxima información.
Contaba uno a uno los billetes que engrosaban
su cuenta bancaria, su caja fuerte y sus abultados bolsillos.
Pero un día la enfermedad contra la que venía
luchando hace años lo venció y no hubo moneda que pudiera evitar el penoso
final.
Se marchó entre lágrimas y vítores, amado u
odiado pero nunca ignorado.
Y los mismos medios que lo catapultaron a la
fama hicieron de su propia vida y muerte un culebrón.
Tere
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