Me dicen Susy
Siempre
quise tener un hermano o hermana pero no pudo ser.
Mi
madre había tratado muchas veces pero todos los embarazos los
perdía, incluso en el último intento a punto de parir.
Esa
vez papá, visiblemente preocupado, le dijo - Hasta acá llegamos;
había peligrado la vida de mamá también.
Nuestra
pequeña familia, sin tíos ni primos tampoco, creció con la llegada
de mis tres hijos y siete nietos.
Mis
viejos disfrutaron mucho malcriarlos y acompañaron su educación
también.
El
bullicio, las risas y corridas de los chicos trajeron alegría y
renovadas ganas de vivir.
Mis
padres no fueron ajenos a esa fuerza arrolladora y tuvieron una vida
larga, feliz y tranquila.
Decían
que los críos les habían quitado años y dado color a sus vidas.
Pasaron
los años, los chicos ya era grandes cuando ya viejita, mamá un día
se quedó dormida y no despertó.
Poco
a poco papá se consumió en el dolor, no resistió la pérdida y
pese a estar rodeado de toda la familia se sentía algo solo y estaba
desanimado.
Se
fue apagando, se entregó a la tristeza, hasta que su corazón dejó
de latir, habían pasado sólo dos meses de la muerte de su mujer, el
gran amor y la compañera de su vida.
Para
todos fueron momentos duros, golpe tras golpe, pero sabíamos bien
que su deseo era partir y se despidió con una cálida sonrisa, al
fin lo había conseguido.
Atravesar
el duelo ya era difícil pero más aún tener que ordenar el amplio
departamento que nos habían dejado.
En
cada rincón de la vieja casa encontrábamos objetos que tenían su
historia y nos traía a la memoria algunas anécdotas de amistades y
familiares.
Muebles
de buena madera y algunos desvencijados, enseres tan apreciados como
ya ajados, prendas de vestir nuevas, algunas casi sin uso y sweaters
deshilachados.
Cuadros
y marcos de plata y de cartón corrugado, pinturas firmadas y muchas
garabateadas.
Libros
de ficción y de poesía, de historia y de leyendas, y mezclados
entre ellos mis carpetas y cuadernos de la escuela.
Joyas
y chafalonías aparecieron en los alhajeros. Y alguno ocupado por un
rulito o mechoncito de mis hijos y mis nietos.
Me
detenía en cada objeto reviviendo momentos gratos y también
algunos desgraciados, tratando de rearmar en algunos casos el
rompecabezas de nuestras vidas.
Podía
decir que habíamos sido felices y unidos y que estaba agradecida por
haber tenido la oportunidad de tener una hermosa familia.
Ya
había vaciado roperos y placares, dado vuelta los colchones,
sacudido almohadones.
Había
leído viejas cartas y mirado cientos de fotografías blanco y negro
y a color.
Había
visto tarjetas y postales, albúmes de estampillas y las monedas
coleccionadas.
Cuando
estaba limpiando el escritorio, allí en el fondo del penúltimo
cajón descubrí una caja de madera labrada que no reconocí.
Sí,
estaba segura, nunca la había visto y a esa altura ya suponía, que
estaba bien escondida.
La
verdad no podía adivinar lo que tenía adentro, era un peso
diferente.
La
hacía girar en mis manos y la notaba distinta, no puedo precisar lo
que sentía.
La
llave estaba puesta y no me animé a darla vuelta.
Esa
noche, todavía abrumada, me propuse descubrir su contenido.
Giré
lentamente la llave, levanté la tapa, en el interior apareció un
fino papel de seda escrito en letra cursiva.
Reconocí
la caligrafía de mi madre y allí nomás se aflojaron mis manos y
mis piernas y se me cayó al piso.
Dos
nombres y una misma fecha de nacimiento, mi fecha de nacimiento, en
tinta azul descolorida se leía - Hoy llegaron al fin mis dos grandes
amores Javier y Susana.
Teresita Acosta Martínez
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